Ayer no
tuve tiempo ni ganas de escribir, entre otras cosas porque ni
siquiera salí a pasear. Se que no es bueno el sedentarismo pero la
verdad es que el día anterior caminé demasiado y aunque hice un
alto en el trayecto para escuchar a las palmeras, llegue realmente
cansado. Definitivamente he de encontrar un equilibrio entre caminar
a diario para mantener la forma en lo posible y esos largos paseos
que tanto me fatigan. A veces para estar cerca de otros humanos,
camino demasiado tramo cuesta abajo y olvido que después he de subir
todo lo que antes baje. Después de tantos años donde las únicas
cuestas eran siempre escaleras, el cuerpo se acostumbra a caminar
sobre el llano.
Hoy si
salí; quería comprar un poco de pan recién hecho. Me gusta comprar
el pan calentito. En este desierto no hacen buen pan pero de entre lo
malo y lo mediocre prefiero desplazarme un poco más hasta las
panaderías (por aquí son tan escasas como los mochuelos) antes que
comprar el pan pre-cocido que recuecen y venden en casi todos las
tiendas medio grandes con muchos productos para extranjeros.
Hoy si
vi a "perro" estaba entretenido con otros chuchos un poco
más alejado de su portal (en su casa están de obras), olfateando
todas las esquinas y renovando sus marcas de olor. Marcando su
territorio. Otra cosa que tenemos en común, a mi también me gusta
orinar sobre la tierra, al aire libre. No para marcar el territorio
sino para fertilizar la tierra y sentirme útil y libre. Nos
saludamos como vecinos desganados, apenas con la mirada y seguí mi camino.
Durante
el trayecto hasta la panadería no hice otra cosa que pedir a Allah
de todas las formas que conozco y por todos sus nombres que pusiera
el brillo de las estrellas sobre mi alma. Que enviase a una Maia para
señalarme el camino que debo seguir ahora que he recuperado una
parte de mi vida; porque solo, (en todas las acepciones posibles de la
palabra) no encuentro fuerzas para resurgir de los escombros de mi
vida, de mi soledad. Y en el camino de vuelta a la guarida, hice otro
tanto. No puede evitarlo.
Se que
El Misericordioso estará seguramente muy ocupado en otras cosas,
probablemente en esté incluso en otra era y sobre todo se, porque
tengo ojos en la cara y oídos a los lados del cráneo, que hay
muchos humanos que tienen más necesidades que yo. Por eso siento
altas dosis de vergüenza cuando le pido algo. Pero hoy no pude
evitarlo. Porque estaba más desesperado que otros días y quería
alejar un pensamiento que se negaba a abandonar mi mente: “si
fuese posible, elegiría no despertar mañana...”. Comencé
creándolo como una especie de melodía; como el título de algo que
debía escribir hoy y terminó siendo una salmodia que mis neuronas
recitaban con demasiado convencimiento.
No es la
primera vez que pienso en no despertar mañana. Desde antes del día
en que pude levantarme de nuevo entre las ruinas de mis vidas
anteriores, ha pasado ante mis ojos como una marquesina luminosa en
muchas ocasiones. Incluso he llegado a verla en los enormes luminosos
de algunos edificios. Como un gran spot publicitario de aquellos que
salían el película Blade Runner, que tanto me sigue gustando:
“Coca-Cola; elija no despertar mañana”.
Un
pensamiento demasiado lógico pero demasiado recurrente incluso para
alguien tan desesperado como yo. “Ten
cuidado con lo que deseas, porque podría hacerse realidad”,
recuerdo haber leído hace años. Y en cualquier dirección o sentido
que se estudie o se reflexione sobre la frase. Siempre resulta una
advertencia, un aviso para navegantes sobre el poder de los deseos,
los caprichos del destino y las coincidencias que veces pueden
parecerse demasiado a profecías cumplidas.
Ayer
leí algo que estremeció un poco los cimientos de mi ya de por si
débil estructura física y mental; algo que según escribe y
argumenta desde su sabiduría y experiencia en las cosas de la mente
(el pensamiento y las emociones) Antonio Damasio, en su libro
“Looking
for Spinoza”;
son
la misma cosa. “Terry
Pratchett comienza el proceso legal para quitarse la vida”.
Al parecer el genial escritor padece una variedad “prematura” del
mal de Alzheimer desde diciembre de 2007. Él mismo lo anunció en
esos días cuando había vivido 60 años. La muerte siempre es
prematura.
Ahora,
mientras escucho la música escrita por Ludovico Einaudi; en concreto
el tema “Melodía Africana”. Ya no deseo no despertar mañana
tanto como esta tarde y muchas tardes desde hace demasiado tiempo.
Algunas mañanas de finales del año pasado, cuando despertaba al
amanecer en aquel lugar tan apartado de todo lo que es deseable; tan
lejos de cualquier sentimiento, pero sobre todo, tan lejos del amor.
Me sorprendía y me extrañaba estar de nuevo allí, frotándome los
ojos. Tal había sido la intensidad con la que había formulado “el
deseo” la noche anterior que no hallaba explicación para que
no se hubiese cumplido.
No por
la música de Einaudi, que merece mucho reconocimiento pero no
precisamente por inducir al baile y la alegría desbocada. Esta
música no entra en los repertorios de ningún pub o discoteca. A mi
me sirve como “un paisaje alrededor de mi alma” mientras
leo o escribo. Es como sentarse en un silla en medio del desierto o
en el pasillo de un zoco y ver pasar la nada o el mundo entero
mientras el pensamiento se renueva y voy reparando en los detalles
que no recordaba haber visto la última vez que esta música penetró
por mis oídos hasta mi alma, que según la ciencia está muy cerca.
No, no
fue por la música. Fue porque en el camino de vuelta a la guarida
dos niñas me saludaron sonrientes. No eran las mismas del otro día,
estas eran un poco mayores, quizá 13 o 14 años y si, el acento era
el mismo: español aprendido en casa al mismo tiempo que el alemán.
Se exactamente por qué me saludaron. Llevaban observando mi forma de
caminar, mi indumentaria y en general mi aspecto terriblemente
ecléctico. Soy terriblemente ecléctico y no me cuesta mucho
decidirme por algo, por alguien o un destino concreto; pero me
resulta mucho más gratificante decidir seguir siendo ecléctico.
Y
entonces cundo llegue a su altura, estaban jugando entre el porche y
la ancha acera, se percataron de que aunque mi forma de caminar me
obliga a mirar bien donde pongo los pies y parece que deambulo
mirando al suelo; yo era plenamente consciente de que llevaban
hablando de mi desde que había doblado la esquina de la calle, hacía
más o menos cien metros. Se sonrosaron sus rostros cuando llegue a
su altura y las miré con intención de decir, hola o buenas tardes
y, se adelantaron ellas con un, ¡hola! a dos voces, en diferentes tonos
pero afinadas; mientras sonreían al notar que no les reprochaba su
natural curiosidad.
Cuando
un ser humano se encuentra en un pozo tan profundo y negro como este
en el que he caído hace años. Cuando un humano ha de hacer a diario
un esfuerzo que le sobrepasa para salir a la superficie y dejar que
la luz del sol le abrase los ojos hasta hacer salir unas pequeñas
lágrimas protectoras; cualquier palabra, cualquier gesto amable le
parece un regalo inmerecido y como tal lo agarra e intenta retenerlo
el mayor tiempo posible. Esos pequeñas recompensas son las que
seguramente me harán salir mañana.
Después,
al final del camino, ya en la puerta de mi guarida; no quiero
llamarla prisión porque yo si he conocido la verdadera prisión y
aunque aún no sea un hombre tan libre como me gustaría ahora
mismo mi guarida no merece ese nombre. Pero en muchas ocasiones,
cuando llego de vuelta después de un largo paseo, y me detengo a
frente al porche, siento que estoy volviendo a la cárcel después de
una salida al campo. Pero hoy otro regalo me esperaba.
Durante
los últimos pasos, sentí que otros pasos se acercaban a mi espalda.
No volví la cabeza porque sabía que en pocos segundos me
adelantaría, no sólo porque yo estaba al final del camino y me
detendría, sino porque siempre me adelantan. Era una de mis vecinas.
Una mujer que nació en el norte de áfrica, probablemente de origen
“amazig” a juzgar por el color de su piel y la estructura de su
cráneo. Creí que, como en otras tantas ocasiones me saludaría
fugazmente, yo respondería a su saludo en árabe o en español y
ella seguiría su camino.
Pero no.
Hoy ocurrió otro milagro y de entre los dioses conocidos, supongo
que Allah el Misericordioso, quiso que una mujer musulmana se
detuviese a hablar con un hombre cada día más gnóstico. La
conversación fue muy variada, hablamos sobre lo bonito que sería
que ni ella ni yo estuviésemos allí en aquel momento, sino en en
lugar donde nacimos, rodeados de los más antiguos de la familia y
cerca de donde reposan los restos de nuestros antepasados.
Lamento
perderla como vecina y así se lo dije. Curiosamente, pareció
sorprenderle que yo afirmase aquello y que además lo hiciese de
forma sincera. Me miró durante unos segundos y después intentó
consolarme asegurándome que aún quedaba mucho porque antes tenían
que vender la casa. Es cierto, no conocía nada de mi y le sorprendía
que prefiriera tener como vecinos a una familia musulmana que a
cualquier otra que pueda ocupar su casa. Pero lo que realmente me
emocionó fue la capacidad de mi vecina para detectar la sinceridad y
autenticidad de mis palabras.
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