jueves, 30 de junio de 2011

Ese perro se parece a mi...


       O eso creía hasta esta tarde; es decir, no sólo lo pensaba, lo creía realmente. Ahora estoy seguro de que soy yo quien se parece a él. No, no se trata de ese parecido que todos hemos encontrado alguna vez entre dos animales que caminan uno a cada lado de una correa de cuero. Sería mejor para mí y para él que se tratase de eso. Pero no.

       No es “mi perro”, siento un gran desprecio por este sentimiento de propiedad con que los humanos suelen tratar a otros animales, sobre todo aquellos a los que llaman “domésticos”, un simple y cruel eufemismo de esclavos. En realidad siento ciertas dosis de desprecio hacia cualquier sentimiento de propiedad, sobre todo cuando el objeto de esa comportamiento (los sentimientos suelen traducirse en comportamientos) es otro ser vivo. Tampoco es mi compañero, no vive conmigo.

       Este perro es un perro. Simplemente, un can. Vive en una casa que está al final de la calle donde está mi “guarida” y es por esto que le veo muy a menudo, cuando me obligo a salir a pasear entre este absurdo paisaje que mezcla de manera insultantemente pródiga, asfalto y palmeras importadas de lugares exóticos por gente exótica, caprichosa o simplemente, indocumentada pero con poder, prisa y avaricia. Esta tarde estaba allí y hablamos...

       No lo hicimos en el sentido literal, claro. Sin embargo es bien sabido que los perros entienden a los humanos y los humanos a los perros en ese idioma que está por encima de cualquier otro; entre otras cosas porque es mucho más sincero, tanto que a veces contradice a las palabras que se pronuncian al mismo tiempo; el lenguaje de los  gestos, de las miradas, el lenguaje natural de este universo, ese que a veces usamos incluso para hablarle a las plantas; esos seres de los que creemos, erróneamente, que sólo poseen una cierta libertad vertical.

       Es un perro pequeño, se ve que alguno de sus antepasados fue un caniche pero él es más bajito y a pesar de las mezclas, proporcionado. Es del color del trigo en agosto, tiene el pelo rizado y algunos rizos más largos de la cabeza le caen sobre los ojos. En eso nos parecemos algo, mi cabello a veces también se riza y me tapa la vista. Caprichos del viento que es aquí un compañero que de forma permanente se ha tomado el trabajo de traernos grandes cantidades de la fina arena del Sahara. Si no fuese porque el Atlántico está de nuestra parte ya seríamos un auténtico desierto. No me quejo, me gustan los paisajes desérticos, a menos que estos se encuentren en el propio corazón o en el de aquellos que nos rodean.
       Me detuve al otro lado del asfalto, encendí un cigarrillo, mientras apoyaba mi espalda sobre el muro de la urbanización que está justo detrás y hablamos... Yo intuía que compartíamos más de un sufrimiento, esas cosas se saben con sólo mirarse a los ojos con sinceridad, los perros no saben mentir y a mi me supone un esfuerzo que casi nunca tengo ganas de realizar. Pero no esperaba que coincidiéramos en tanto; o no quería suponerlo. A veces las certezas producen más inquietud y más sufrimiento que las suposiciones.

- Y tu que miras capullo ? Preguntó como quien pregunta a alguien que no está allí. - Me tutea porque sabe que somos de la misma edad (las canas nos delatan).
- No es necesaria tanta agresividad perro. - Le recriminé
- Mira quien habla. Acaso crees que la agresividad sólo se muestra en las palabras ? La forma en que me miras también es agresiva, o por lo menos no es amistosa.
- Perdona perro. Me pareció que estabas triste, más que otros días y intentaba saber por qué.
- Vaya, habló de tristeza el más triste de los humanos que he visto por aquí en años. Por qué preguntas algo que ya sabes; estoy triste por lo mismo que tu.
- Puedo hacer algo por ti ? - Pregunté sinceramente.
- Cuando hayas sido capaz de hacer algo por ti mismo, por deshacerte de tu tristeza, vienes y me das lecciones. Mientras, déjame en paz. - Y levantándose se acercó a la esquina de su acera y orinó sobre una mata de hierbas.

       Me pareció raro el gesto, teniendo una farola a diez metros. Así que pensé que no quería alejarse del portal. Nunca se aleja mucho de su portal. El cigarrillo se había acabado y la conversación también, me fui caminado hacia el palmeral y mientras lo hacía una pareja de alemanas con un perrito muy pequeño y muy feo pasaron cerca del perro trigueño para tirar algo en el contenedor de basura. Entonces pude ver como el perro triste se acercaba a olisquear al pequeñajo, que se asustó. Lo conozco, es uno de esos chuchos al que sólo sacan de casa una vez al día para que no engorde (desentonaría con la figura de su “dueña”). Y sentí envidia. Y además noté amargamente que sentí envidia del perro. De como en unos segundos había dejado de lado la tristeza para corretear alegremente (sonriendo) hacia el otro can. Al notar como el faldero retrocedió, él regresó a su portal adoptando una vez más esa actitud de matón de discoteca que no le va nada a su figura.
       Y mientras caminaba reconocí que a mi también me hubiese gustado acercarme a la dueña del chucho y decirle algo amable, no sé, un: como está usted señorita ? (aunque resultaba muy evidente que estaba muy bien...). Nada importante, simplemente por el gusto de hablar con un ser humano (y de sentir su olor de cerca, no tan cerca y con tanto descaro como "perro", al menos no sin su permiso), y si acaso iniciar una pequeña conversación con palabras, aunque no fuese más que para constatar que el viento esta tarde no soplaba tan fuerte como ayer, si ella estaba de acuerdo y medía las ráfagas con los mismos instrumentos que yo.

       A veces, cuando la soledad aprieta. Lo importante es hablar. De lo que sea, con quien sea, pero hablar.

       Por lo demás la envidia no llegaba más allá. El perro esta viejo y solo. Yo estoy viejo y solo. Hablo de la verdadera soledad; no de la que se escoge para pasar la tarde leyendo un buen libro o para meditar a la luz de la luna. He de decir que este lugar es de los mejores del mundo para dedicar tiempo a mirar las estrellas, se ven todas con una claridad insuperable, lo que proporciona una sensación de cercanía muy reconfortante.
       Estamos rodeados de otros perros, de otros humanos; pero estamos terriblemente solos y empezamos a sentir en lo más profundo de nuestros corazones que ya nadie nos quiere de verdad y, aún peor, que a nuestra edad este estado de cosas difícilmente va a cambiar. Que cada día seremos menos aceptados por nuestros respectivos grupos. Y con cierta amargura sentimos que claramente que nuestro tiempo ha pasado. Tempus fugit; escribió Virgio: “Sed fugit interea fugit irreparabile tempus”.
       Nos ponen la comida en el plato, si. Pero en sus miradas vemos que creen que ya no la merecemos o que es un desperdicio y un gasto inútil. Nos lavamos, nos peinamos y nos acicalamos pero la imagen que nos devuelve el espejo hace tiempo que nos inquieta. Nos reconocemos pero ya vemos claramente que caminamos más cerca del cementerio que el año anterior. Y no es que nos importe demasiado morir, al menos a mi no me importa mucho, y creo que a los humanos que hemos vivido; que no es lo mismo que haber pasado por la vida, no nos da miedo la muerte.
       Nos asusta el el abandono, el olvido, el desamor. A algunos también el dolor, pero el dolor físico es algo que ahora mismo tiene muchas soluciones. No, definitivamente lo que nos hace desgraciados es el desamor, al abandono, el olvido, la indiferencia de “los tuyos” y del resto de los humanos. No los desiertos de arena, sino los desiertos emocionales. La melancolía es como el buen cognac francés; en pequeñas dosis y cuando a uno le apetece es algo maravilloso. Tener que tomarlo a diario como una rutina o un rito social es una tortura y un peligro.
       Mientras caminaba bajo el dosel de palmeras, lentamente, vi a una niña con un perro parecido a “perro”, cogido con una correa de cuero trenzado que intercambiaba unas palabras con otra niña más joven (la del perro debía haber vivido una docena de veranos, la otra no más de diez). Ella me miraba, lo noté de inmediato incluso cuando ya casi quedaba a mi espalda, de la misma forma que yo había mirado al perro no hacía ni media hora. Me dijo ¡Hola! En un español aprendido en casa al mismo tiempo que el alemán. Es un acento inconfundible. Padre alemán madre española, o al revés.
Volví la cabeza, la miré para asegurarme que era a mi a quien había saludado. Aunque no había nadie más lo suficientemente cerca, ni siquiera en nuestro campo visual. Entonces decidí hacerle un regalo y le dije: ¡Hola chica! Y vi como levantaba un poco los talones para estar a la altura de la chica que creyó ser, al menos por un momento; simplemente porque se lo había dicho un tipo mayor con el cabello largo y canoso cayendo sobre un chaleco de piel de ternera engrasada. Lo será pronto y su sonrisa era toda una promesa. Se sintió feliz y a mi me hizo feliz que una voz cálida y femenina, me hablase.

       Fue la única conversación amable y sincera que he tenido en cuatro o cinco semanas. Se que es desolador, pero es la verdad. Quizá sería menos inhumano mentir sobre esto, quizá, pero no cambiaría la realidad, que es lo que necesitamos el perro y yo.

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