PAPEL MOJADO; ALMAS RECICLABLES
CAPÍTULO 3 (Al Final de las Últimas Cosas)
En la selección y formación del personal de prisiones se debe tener en cuenta la necesidad de mantener altos niveles de calidad en el cuidado de los internos.
Lo más deprimente de este lugar no es el musgo que se va adueñando de los rincones, la enorme magnitud de esa humedad que sube hacia las nubes acumulando allí la próxima riada que seguramente no evitará pasar por aquí. Ni siquiera lo espeso del aire y el maquillaje que amortaja el fondo de todos los objetos; del paisaje ficticio de este decorado cinematográfico sin futuro, que parece haber sido construido para rodar El País de Las Últimas Cosas, con vocación de western crepuscular, con pocos fondos. Una localización apresurada, fácil, barata y cutre.
No, lo más perturbador es esa pose que adoptan aquí todos los seres vivos, incluso las lombrices que reptan por el poco más de metro y medio de acera hacia la pared prefabricada, alzada por la subcontrata más barata; para confundirse con el gris oscuro y húmedo del cemento. Ese deseo que muere en el fondo de todos los ojos, en las tinieblas de todas las mentes, enganchado como alambre de espino en todos los corazones. Esa expresión cansada, ese ánimo ausente, inexistente. Esa frase de blues Interpretada por un saxo mortecino que; una puta cansada de tanto amor tararea en la madrugada, la letra de una canción mil veces interpretada con la penúltima copa en la mano: no se por qué he venido, a ver si hoy pasa pronto el tiempo.
Hace unos pocos años cuando llegué aquí y, durante los primeros días creí que este parsimonioso infierno, este tedioso estado de ánimo, sólo afectaba a los condenados. Pronto descubrí que, en realidad, nadie quiere estar en este lugar. Que lo que para los presos es una realidad que la mayoría acepta debido a la alienante rutina que automatiza y acompasa hasta los pocos momentos excepcionales que pueden llegar a existir en esta noche con demasiada luz. Una luz grisácea que mata cualquier momento con ánimo de intimidad. Esa luz que, sin embargo, no es suficiente para leer. Para los que no están presos, para los que no viven aquí; puede llegar a ser la más pesada de las realidades: una pesadilla que tienen que representar a diario. Poder no haber venido y haber llegado un día más, una noche más. Arrepintiéndose otra vez de haber escogido este trabajo o, de haber acabado trabajando en este lugar, y querer dejarlo ahora, cuando la sensación de que: ya es demasiado tarde para un cambio tan radical les paraliza… cuando entienden que la seguridad y la estabilidad de un puesto de la corona esta siendo también la muerte de su imaginación y, paradójicamente, les convierte en los únicos condenados a cadena perpetua que caminan como zombis por las ruinas de sus antiguas pero nunca olvidadas ilusiones. Y, terminan aceptando que forman parte de un subsistema que les alimenta el cuerpo, que se retroalimenta de su alma, fumándose su tiempo, sin resultados, sin compensaciones. Hasta los dos cachorros de labrador que trajeron hace un par de años en calidad de esclavos del sistema, hoy caminan con paso cansino y la misma expresión, apática y resignada de los otros. Parece que su privilegiado olfato haya absorbido toda la energía del purgatorio. Crecieron, vieron la realidad y seguro que, como todos, escucharon a Dante: “…perded toda esperanza los que aquí entráis…”.
La vida en prisión debe aproximarse lo más posible a los aspectos positivos de la vida en comunidad.
Y en medio de esa maraña de millones de células que caminan en grupos hacia la apoptosis, destinadas a morir y servir de argumento al canibalismo humano (…para el sistema, la opción más segura es activar su suicidio…); sin otro destino que existir en el vertedero, y sufrir observando como el tiempo huye llevándose su efímera existencia. Apareciste tú. Tú que entre tanta molicie, entre tanta rutina anorgásmica, traías en el brillo de tu mirada, en el engañosamente plácido estanque de tus ojos oscuros; una promesa de muerte auténtica, dramática, heroica. Y pude ver en esa sonrisa tuya la vocación del verdugo.
Y un escalofrío sacudió mis entrañas, viejos presagios de antiguas batallas regresaron de las tinieblas de mi memoria susurrando estigios lamentos y sombrías premoniciones con dulce sabor de amenaza: he ahí por fin una hembra de verdad con la fuerza de Lilit (la babilonia que anda entre las ruinas…). He ahí una que tiene el poder de mirar dentro del cráneo de los hombres, en las profundidades de la memoria más encriptada, justo detrás de tus ojos, allí donde nacen el amor y el odio que en realidad son una misma cosa…. Esta puede descubrir tus secretos y hacerte llorar de nuevo. Ella puede reciclar todas las almas. He ahí la valkiria que puede ponerte al borde de la muerte que deseas y cruzar el arco iris para llevar tu cadáver a Asgard… Y una nueva esperanza de redención creció en mi negro corazón. La ilusión de alcanzar las estancias celestiales, de rendir cuentas ante los dioses iluminó mi alma oscura y, una vez más la esperanza de morir luchando a manos de un enemigo digno y poderoso floreció ante mis ojos. Finalmente, ahora; todo aquel despliegue quedó en una ilusión, un espejismo. Una pena, un lamento. Abandonaste mi sueño al poco de comenzar la batalla y la traición me trajo un dolor que, aunque deseado, resultó ser tan falso como la esperanza primera; incapaz de hacer brotar las necesarias y deseadas lágrimas.
Aún siento su punzada cada vez que te veo pero, es el mismo dolor frió, seco y vacío que ya me acompañaba antes de tu llegada. Y ahora siento que es demasiado tarde, sé que no queda tiempo, quizá siempre fue demasiado tarde para mí. Por eso quiero revelarte estas cosas para que leas lo que no has querido escuchar. He empezado a escribirla quizá muy cerca del final por si no te interesa conocer el principio de la desolación. Para el resto de los mortales he de recomenzar...
CAPÍTULO 1 (Penetrando en las Últimas cosas)
Toda persona privada de libertad conserva todos aquellos derechos que no le fueron limitados por sentencia judicial.
Entré, y mientras caminaba pesadamente por caminos marcados por un tiralíneas que en ningún momento dejó el mínimo resquicio al arte; seguía a
un tipo que empujaba un carro que parecía haber sido construido sin
escuadra. Resultaba cruelmente evidente que las ruedas eran demasiado
pequeñas para la orografía que debía sortear a diario y cuando el
tipo, malhumorado, bajaba el carro del cemento al asfalto, la
artrosis de sus metálicos huesos chirriaba sufriendo con cada uno de
los salientes de gravilla mal compactada, como si cada rugosidad
fuese un latigazo de castigo. Castigo… para sufrirlo me había
resignado a andar aquel camino.
En el carro
iban todas las pertenencias que habían logrado pasar el control del
edificio de ingresos; el
primer lugar donde no pude evitar impregnarme del hedor de la
desidia.
Un control rutinario realizado por un par de tipos de uniforme que
parecían de paso por el departamento. No tenían nada claro qué
estaba prohibido y que podía pasar, se miraban indecisos y
preguntaban continuamente a un tercero del que sólo oí la voz. Cada
vez que preguntaban, algún objeto importante para mí quedaba
retenido. Así cayeron en el interior de una bolsa de basura negra:
un reproductor MP3, un cutter plano de podólogo, dos cajitas de té
verde, dos paquetes de tabaco para liar (que una semana después
recuperaría). El mismo camino siguió mi vieja maleta verde con
ruedas, compañera de tantos viajes.
Había
incluido algunos libros que no esperaba encontrar en la biblioteca de
una cárcel. No me equivoqué. Entre ellos: Heródoto, Conrad,
Tolkien, Graves, Marco Aurelio, Espinoza. Habían pasado sin
problemas el control. Ni los abrieron y tampoco me extrañó que no
lo hicieran. Y en ese momento, era el bienestar de esos libros lo
único que me preocupaba vista la indolencia, el descuido y la
brusquedad con la que aquel tipo huraño maltrataba el carro.
Recuerdo que pensé: si
así tratan a este inocente que no harán con el resto…
El
paisaje iba mostrando su desolación a cada metro. Había visto
lugares semejantes si: feos, descuidados, sucios. La diferencia
estribaba en algo menos superficial que logré identificar a medio
camino; un camino que me pareció largo, interminable. Me ayudó el
calor sofocante y aquel olor que mi memoria ya había logrado
descodificar: caminaba
por un campo de batalla.
Arrastraba mi alma por un Megido en el que ya se había librado más
de una vez la última guerra entre el bien y el mal y; por lo que
quedaba, por el hedor a sangre vieja y carne podrida, concluí que la
luz había sido masacrada una vez más.
Las condiciones penitenciarias que infrinjan los derechos humanos de los presos no pueden justificarse en base a la escasez de recursos.
Si. Ese; y no el de las pocas y marchitas flores que sobrevivían entre lo que el pasado invierno debió ser hierba verde; era el aroma que ascendía hacia el cielo azul, muy azul, junto al olor a agua estancada, a cloaca. Era sin duda el perfume de la muerte lenta, del abandono y la pena.
Cansado,
me detuve a pocos metros de la puerta metálica de un enorme barracón
con ventanas enrejadas. El tipo que empujaba el carro ya había
llegado al final del trayecto y me miraba con una expresión a medio
camino entre la indiferencia y el desprecio. Yo tampoco le amaba, ni
le odiaba, de él sólo me molestaba que no usase un buen
desodorante. Justo encima de la puerta, vi el número 12 pintado en
precario, como si se les hubiese agotado la pintura del bote de spray
antes de terminar. Nadie abría la puerta (las esperas frente a
puertas que se abren tarde forman parte de las múltiples técnicas
que la tortura adopta en este purgatorio) y; mientras esperábamos
bajo el calor asfixiante que nos regalaba una marquesina diseñada
para resguardar de la lluvia a los guardianes y que nada podía bajo
los rayos del sol de una tarde de junio. Adopté la apostura del
flamenco, cargando todo el peso de mi cuerpo sobre la pierna
izquierda e intenté distraerme observando una bancada de césped,
ahora muy seco, en el que las únicas plantas eran un par de
coníferas definitivamente momificadas entre mucha suciedad: botellas
de agua vacías (algunas parecían contener leche…); latas de
conserva, colillas, viejos condones sin anudar y bollos de pan en los
que no picoteaba ningún pájaro, en los que no roía ninguna rata
(al menos el pan sobraba…).
Hacía ya
demasiadas horas que había notado la ausencia de pájaros, la
ausencia de sustancia de vida. Comprendí que no quisieran
aventurarse dentro del recinto de la cárcel. No conozco los idiomas
de las aves, nunca he podido hablar con ellas, pero entiendo que
sientan horror por las jaulas aunque no sean humanamente conscientes
de su libertad. De su auténtica y arriesgada libertad. Mucho más
auténtica que la que yo había dejado en la puerta de esta jaula.
Extraño porque, el recinto está ubicado en medio del monte en el
hueco que antes cubría el agua de una laguna y… no había visto en
todo el camino ni un pájaro, ni una lagartija, ni otro animal que no
fuera el tipo del carrito y otros homínidos.
Calculé
que tenía tiempo para fumar un cigarrillo y lo encendí. Creo que lo
hice a posta, como cuando esperaba en la parada al autobús y no
llegaba. Bastaba que prendiese un cigarrillo y el gusano luminoso
aparecía. Me equivoqué. La puerta se abrió y tuve que apagarlo
apresuradamente sobre una mancha de sangre que hasta ese momento no
había visto. Una mancha que había sido rojo carmesí. Mucho más
joven de lo deseable. Mientras giraba el zapato sobre el cigarro
calculé que no debían pasado más de dos o tres días desde que le
habían echado arena encima (no debían disponer de serrín por estos
pagos).
CAPÍTULO 2 (Redescubriendo las Últimas Cosas)
Todas las prisiones deben de ser objeto de inspecciones gubernamentales regulares y de supervisión por parte de instancias independientes.
Pronto
descubriría que el serrín era una carencia mucho más lógica y
comprensible que las que penetraron por mis ojos y mis fosas nasales,
nublando y embriagando primero y mareando después buena parte de mis
neuronas, con
la fuerza del amoníaco,
una vez traspasada la puerta del barracón enrejado.
Nunca
imaginé, supongo que los pesimistas intentamos compensar la
tendencia natural con forzados pensamientos positivos, que la
fealdad, la suciedad y el abandono que me habían rodeado por el
camino y en los dos días que permanecí en el edificio de ingresos,
pudiesen ser superadas.
Me equivoqué una vez más. El interior era mucho peor y además, en
aquellos días de junio sólo se veía el sol en algunos rincones del
patio. El
patio…
una especie de caja para lagartos con apenas un estrecho soportal que
en invierno podría resguardar a unos cuantos de la lluvia; en este
verano, con el sol cayendo a plomo sobre el cemento actuaba como una
olla a presión. Si. Así podría considerarse el patio del módulo
12 en junio de 2006; una olla a presión en la que se iban hacinando
muchos más presos de los que el tamaño del recinto admitía con un
mínimo de dignidad.
Escribo
dignidad aunque, no había nada de dignidad allí entonces y hoy;
casi cuatro años después, poco ha mejorado el barracón 12 pero, sé
que si dejo de pensar en la dignidad, se que si dejo de escribir
dignidad, si no aludo a la dignidad de las personas de vez en cuando.
Un
día no muy lejano, todos en este infierno olvidarán que existen las
dos cosas. La dignidad y las personas.
Es la tentación de unos
pocos
y la tendencia de algunos
más,
de entre los que no puedo ni quiero excluir a una buena parte de los
propios condenados. Porque nadie puede pretender que le respeten, que
le traten como a una persona, como a un ser humano; si el mismo se
considera: nadie y se trata a si mismo como si fuese un ser carente
de voluntad y dignidad.
A la hora
que llegué al barracón, el patio era la segunda opción; la primera
la tuve ante mis ojos al traspasar la segunda puerta metálica. En el
lenguaje políticamente correcto se denomina Sala de Día. No es más
que una de las innumerables redundancias, bucles y rutinas verbales
irremediablemente cíclicas, muy habituales en la cárcel. Resulta
obvio que es una sala para el día dado que por la noche (desde las
20:30h hasta las 08:30h en verano); todos los presos han de estar
literalmente encerrados en una celda (celda: espacio de unos nueve
metros cuadrados, sin divisiones, con dos literas y dos homínidos
que han de vivir juntos, si o si).
Lo ilógico
de la distribución; la suciedad, que afectaba en la misma medida al
espacio y a los habitantes (si exceptuamos el penetrante olor, más
fuerte en los últimos), era
la impronta en aquella antesala del purgatorio
y; sobre todo el cuadro… si hubiese tomado una instantánea con una
cámara fotográfica, al compararla con las imágenes similares que
mi memoria, que trabajaba a destajo en aquellas horas, me ponía en
la retina (y que describo para que los que esto lean en el futuro se
hagan una mínima idea del impacto…); encontraría mucha similitud
con las de dos o tres espacios de un psiquiátrico que recorrí
siendo niño, en compañía de alguien
para visitar a alguien:
almas
perdidas en pasillos fríos e interminables.
Las
restricciones sobre las personas privadas de libertad deben ser las
mínimas necesarias y proporcionadas a los objetivos para los que
fueron impuestas.
Curiosamente, también me venían a la memoria, algunas estaciones de autobuses, sin vehículos ni viajeros; después centré un poco las imágenes y certifiqué que en realidad muchas caras de las que tenía frente a mí, podrían parecerse o incluso ser las mismas que pululan por casi todas las estaciones de autobuses. El único espacio de las ciudades que permite estar a cubierto, pasar desapercibido durante un lapso de tiempo, usar los servicios sin pagar consumición y algunas otras cosas necesarias que, personas como las que ahora me miraban con curiosidad, no tenían fácil en la jungla urbana.
Uno
de los espacios, quizá el único, más lógica y estratégicamente
situados, si hemos de tener en cuenta la seguridad y la vigilancia,
era la cabina en la que unos cuantos uniformados charlaban
animadamente entre ellos. Se trataba de una garita, situada justo
entre dos barracones idénticos, desde la que se podía ver
fácilmente el contenido de la sala de día, el comedor contiguo y
separado por cristales blindados y la caja de lagartos (patio de
día…); el resto lo vigilaban cómodamente sentados mirando las
cámaras situadas en las dos galerías inmediatamente situadas encima
de la sala y el comedor. Todo esto, incluidas fotografías de las
celdas, lo había visto años antes en un despacho de una
constructora, donde trabajaba alguien muy allegado, que me describió
detenidamente sobre los planos todos los corredizos y falsas paredes
por donde se puede acceder a las celdas sin abrir las puertas
(evidentemente, también se puede mirar y escuchar el interior ¡ah!,
y algo muy importante: cambiar las lámparas que iluminan las celdas
sin entrar en ellas. Por la puerta…).
Lo que no
se veía en las fotografías de los trípticos del Ministerio del
Interior, era que el suelo de las cabinas estaba elevado, de tal
forma que cuando un preso había de acudir para hablar con un
uniformado, aunque este último estuviese sentado, la cabeza del
condenado siempre quedaba por debajo de su pecho y; por si algún
recluso era demasiado alto, habían situado la trampilla por la que
se pasaban documentos y las cartas al interior de la cabina y
viceversa, a una altura tal, que hasta las personas de estatura
normal se veían obligadas a bajar la cabeza para hablar (o escuchar)
con el uniformado del interior.
Toda
una melodía de alienación, silenciosa.
Ahora ya sabía que cada vez que me acercase a entregar o recoger un
documento en la trampilla de la cabina, sería
prácticamente imposible no hacer una reverencia y agachar la cabeza.
Que no era suficiente con encerrar el cuerpo en un lugar inmundo por
un tiempo casi siempre exagerado, no. Además la fea y agresiva
arquitectura del recinto estaba diseñada para que la
exposición la falta de intimidad y la sumisión fuesen difícilmente
evitables.
Siempre
había sabido de la falacia
penitenciaria,
como de tantas otras: seguridad ciudadana, prevención del delito,
protección del contribuyente (eran falacias en todas las acepciones
posibles)… pero la penitenciaria la estaba experimentando ahora
mismo, física y espiritualmente. Estaba
comulgando desesperación y sólo era el tercer día.
CAPÍTULO 0 (Preparando el Viaje a Las Últimas Cosas)
Debe promoverse la cooperación con los servicios sociales del exterior y la implicación de la sociedad civil.
La había tenido entre mis manos y ahora descansaba sobre la mesa encima de un mazo de folios verdes, mientras yo intentaba conseguir en Internet, alguna información adicional sobre las prisiones en España. Inexistente, pareciera que en este país no hubiera cárceles, ni prisioneros. Cómo era posible que en una sociedad democrática, en un estado de derecho, en la era de la información; no hubiese ninguna asociación de defensa de los derechos civiles? Cómo era posible que, a excepción de los terroristas, ninguna asociación de exreclusos o, familiares de exreclusos tuviese un sitio en la gran red? Un lugar en el que expresar libremente y desde la libertad, lo que se había vivido dentro. Lo que, estaba seguro, seguía sucediendo dentro. Ahora lo entiendo mejor aunque, sigo sin aceptarlo. Lo importante ya figuraba en los folios verdes, los había llevado a imprimir dos días antes para poder leerlos cómodamente acostado. Eran más de cien y menos de doscientos folios procedentes de dos fuentes muy fiables (después de catorce años en el mundo de la comunicación uno sabe que la información tiene la importancia y la fiabilidad que tengan aquellos que te la facilitan o, te la venden). Un magistrado de la Audiencia Provincial de… y un Jefe de Servicios del Centro Penitenciario de… Sí. Así se llamaba a las cárceles, ya lo había leído en un artículo de Javier Marías y en los trípticos del Ministerio de Fomento: Centro Penitenciario, módulo, celda, interno, funcionario. Todo muy políticamente correcto, muy aparente, por fuera…
Había
reunido todo aquello y otra información que algunos amigos me habían
contado (sí, ya entonces tenía amigos que habían estado o estaban
en prisión, unos
como clientes y otros en plantilla)
porque, el sobre blanco que tenía sobre el mazo verde contenía una
carta en la que se me comunicaba que en quince días debía
incorporarme a la prisión que escogiese, excepto a las de Cataluña
(no tenía ninguna intención de ir preso a donde nunca quise ir
libremente…) y; no era este un viaje corto al que pudiese lanzarme
sin un mapa detallado. Magdalena, mi abogada, me había dicho que no
habían fijado una prisión determinada porque la localidad donde
tenía fijado el domicilio no disponía de este tipo de
establecimientos (otra ventaja hasta ese momento desconocida, de mi
paraíso preferido: pocos impuestos, mucho sol, muchas alemanas,
algunas
holandesas
y ninguna cárcel…).
Magdalena…
tuve que consolarla cuando me comunicó que no había podido impedir
que “la
sala…”
me condenase a dos penas de dos años y medio de prisión (total:
cinco años si no palmaba antes). Tú
has hecho todo lo que te dejaron hacer Magda. Has sido valiente, yo
lo sé, tú también. Para mí está bien y para ti debería estarlo.
Le dije. Es
lo mínimo que la Ley prevé para el delito en cuestión.
Insistí.
La prisión debe facilitar la reintegración en la sociedad libre de las personas que hayan estado privadas de libertad.
Y; Magdalena volvía una vez más sobre su propio sufrimiento: ¡pero si ni siquiera han sido capaces de demostrar que el delito existió, como pueden escribir que está probado que tú lo cometiste! pero, los dos sabíamos que la condena no tenía vuelta atrás. ¡Tenía que haber estudiado ingeniería, en este país no se puede ejercer! El derecho es suyo ¡que vergüenza! (se refería a jueces y fiscales). Después insistía: ¿por qué no quieres recurrir esta barbaridad? Mira, pido que suspendan la ejecución de la condena hasta que el supremo conteste y así por lo menos no tienes que entrar ahora…
Magdalena…
Magdalena…. Sabes que nunca les voy a dar lo que quieren y que por
ello he de pagar un precio: quieren cárcel, pues iré y punto.
Tranquilízate. No quiero que recurras porque no confío en esta
justicia. No olvides que ¡la petición era de once años! Si han
acordado condenarme a cinco; están demostrando que no lo tienen nada
claro pero también que les da miedo absolverme. ¿De verdad crees
que voy a arriesgarme a que el supremo decida que once era lo justo?,
no. Con cinco años es suficiente, no insistas.
Y Magdalena terminó aceptando la realidad, desde el principio sabía
que mi decisión era más firme que la sentencia.
Bueno…
dime donde quieres cumplir y haré lo imposible para que, al menos,
te traten adecuadamente y te pongan en tercer grado cuanto antes.
Así
me gusta,
le dije en el tono más cariñoso que pude, y añadí: de
poco me sirve una abogada llorona. Todavía no he decidido a donde
iré, te llamaré con antelación, no sufras, un beso corazón.
El
respeto a los derechos humanos de todas las personas privadas de
libertad.
Magdalena me envió más información, la LOGP, el Reglamento Penitenciario, normas de régimen interior de varias cárceles. Intuí que sería bueno aprenderme todo aquello antes de entrar y lo hice.
Incluido
un pequeño documento que logró ponerme los pelos como escarpias.
Comenzaba y concluía con estos dos párrafos:
“El
Comité de Ministros del Consejo de Europa, en su 952 reunión
celebrada el 11 de enero de 2006 adoptó la Recomendación 2006/2
(Rec. 2006-2), dirigida a los Estados miembros, en las que se exponen
las nuevas Reglas Penitenciarias Europeas que definen el estándar
mínimo en materia de respeto a los derechos humanos de la población
reclusa en Europa. Estas nuevas Reglas Penitenciarias Europeas
establecen 9 principios básicos en materia penitenciaria…/…
Por
último, se hizo un llamamiento a los Gobiernos para considerar sus
políticas penales, en el sentido de paralizar la tendencia creciente
a encarcelamientos masivos, que están provocando hacinamiento por
falta de recursos, a la vez que afectando a los derechos humanos de
los internos”.
Si
hacía seis meses, el comité ese aún andaba recomendando estos
mínimos, es porque no se estaban cumpliendo. Peor, tratándose de
derechos y libertades, España estaría a la cola. Si las sentencias
del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo no son vinculantes
aquí, ¿qué consideración podría a tener una recomendación? ¿Más
papel
mojado?
No quedaba sino batirse. Escoger una prisión donde el trato
fuese "humano"
y la corrupción
mínima (si es que existía).
Y eso hice…
* De los nueve principios básicos acordados en el Consejo de Europa; que figuran intercalados a lo largo de este relato, pocos se cumplen y en contadas ocasiones. Otros derechos fundamentales que figuran con gran ceremonia en la Constitución del 78 y muchos de los que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tampoco. Y a quien le importa ? la sociedad civil vive pidiendo más años de cárcel para todos los males y mirando para otro lado; hasta que les toca en la carne o de cerca, claro...
A. V. de B.
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